¡Hola multicubano!

Me atrevo a decir que si existe alguien que sabe de lo más íntimo de uno mismo definitivamente son los médicos. Cuando entregamos nuestra dolencia y nuestro cuerpo a un profesional de la salud, que probablemente acabamos de conocer, lo hacemos con la confianza de salir recuperados, como quien lleva un equipo a reparar.

Aunque siempre evitamos ir al hospital porque nadie quiere estar mal, encontrar alivio y solución a esos malestares insoportables es lo mismo que la gloria. La COVID-19 fue un período muy duro para el mundo entero, pero los trabajadores de la salud tuvieron la batalla tres veces más difícil.

Mucho podría decirse de ello. Las batas blancas asumieron al igual que todos, las mascarillas, pero implicarse en las zonas rojas y exponerse al contagio de la pandemia, por tanto al riesgo de morir, no era asumir el mismo rol que todos.

Mientras nos aislábamos en casa sus guardias se extendían, se enfrentaban a un escenario prácticamente desconocido, con rutinas de desinfección constante, de usar trajes súper cubiertos y de manejar habilidades para sobrellevar la ansiedad compartida de sus pacientes.

Cuidar con empatía y respeto es probablemente uno de los actos más llenos de humanidad que las personas podemos hacer; y aunque la vida y la medicina tienen sus límites, ser médico va de sanar, de aliviar, de consolar siempre.

Este 2022 ha ido devolviéndonos la normalidad poco a poco, y es que incluso, llegó a ser difícil imaginarse una vida después de la pandemia tal y como la teníamos antes del virus.

Cada 3 de diciembre en Cuba y demás países latinoamericanos se celebra el Día de la Medicina Latinoamericana y del Trabajador de la Salud, en conmemoración al natalicio del médico cubano Carlos Juan Finlay, quien entre sus múltiples aportes descubrió el agente trasmisor de la fiebre amarilla.