
¡Hola, Multicubano!
Hace un par de días fui a comprar artículos de higiene al super. Me paré frente a un estante de shampoo (o champú, a la cubana), agarré dos pomos del que uso ahora y seguí mi recorrido dentro de la tienda. Solo al llegar a mi apartamento y desempacar me di cuenta de la facilidad que representa hoy escoger, por ejemplo, un champú, pero todos sabemos que en nuestra Cuba de los 90’ era muy diferente…
A principios de aquella década el problema no era comprar tu marca preferida, o un champú para cabello seco o graso, sino que la simple idea de lograr comprar un champú cualquiera era casi imposible. De hecho, aunque en el 93 yo tenía solo 7 años, recuerdo el sabor a vinagre que me quedaba en la boca cada vez que mi abuela me lavaba la cabeza.
Tenías dos opciones: o te lavabas el pelo con lo que apareciera, o no te lo lavabas. Y como el cubano es la mata de las soluciones rápidas, llegamos al consenso tácito de que lo mejor era lavarse la cabeza con jabón, y enjuagársela con cuanto Dios creó para que nuestro pobre pelo no sufriera tanto.
Planteo estas dos opciones porque, desgraciadamente, el jaboncillo no abundaba en todas partes. Quienes lo tenían cerca ponían sus hojas en remojo (después supe que contienen algo llamado saponina, que es lo que produce la espuma), y así producían algo medio espumoso (no era Pantene, por supuesto) que más de una usó para lavarse la cabeza.
Se usaba el cocimiento de la majagua, no solo para lavarlo, con una pequeña ayuda del jabón que hubiera a mano, sino porque las flores más oscuras veteaban el pelo con un tono castaño oscuro. Por supuesto, la próxima vez que te lavaras la cabeza la toalla tendría ganas de suicidarse, pues su color quedaría para siempre transformado…
¡Se lavaba la cabeza hasta con agua de lluvia! Y tengo que decir que entiendo ese procedimiento perfectamente, pues el agua de lluvia es una bendición espumante.
Claro que no todo fue siempre así. Si bien es cierto que el champú desapareció por completo de las tiendas en CUP, poco a poco fue resurgiendo en las tiendas en divisas. Yo, al menos, no recuerdo champús anteriores a los que se vendían en esas tiendas. De hecho, puedo mencionar la primera marca que recuerdo: Sunsilk. En aquel tiempo no tenía ni idea de lo que significaba ese nombre.
Esos primeros pomos de Sunsilk eran pequeños, como de 350 ml o algo así, y olían tan rico que me daban ganas de lavarme la cabeza todos los días. Por supuesto que, si lo hubiera hecho, aquel primer pomito de champú que, casualmente, era de miel, hubiera desaparecido en apenas diez días. Desde entonces adquirí la disciplina de lavarme el pelo dos veces por semana, religiosamente.
Cuando empezó a comercializarse la marca Four Seasons, el pomo creció, así que pensé que duraría más, o me permitirían lavarme la cabeza todos los días, como soñaba. Pero no. Curiosamente, su contenido desaparecía tan rápido como el de su primo lejano, el Sunsilk. Solo entonces comprendí que más ≠ mejor. También entendí por qué, conteniendo más champú, valía menos.


Algunos años después, cuando ya se me asignaban ir de compras ocasionalmente, vi crecer la sección de artículos de higiene, encabezada por los champús. De entonces, aproximadamente, data el Sedal. Los primeros eran bastantes grandes, y ofrecían pocas opciones: para cabello teñido, para cabello seco, y para cabello maltratado.
Fue en esa época que intenté descubrir mi tipo de cabello. Lo bueno es que, como no tenía ni idea de cuál era el procedimiento correcto, hoy pensaba que lo tenía seco; mañana, graso; pasado mañana, maltratado.
Lo bueno fue cuando me compré un pomo de Sedal para cabello oscuro. Mi idea era que me haría tener el pelo más negro y brillante que nunca. No imaginé que estuviera diseñado para mantener el tinte negro… qué decepción.
En ese periodo aparecieron los salvadores: los champús de a peso, como les decíamos. Los pomos eran de medio litro, y por solo 1 CUC te llevabas a tu casa el olor que prefirieras: chocolate, miel, ginseng, fresa o manzanilla (esos últimos los compré solo una vez: el primero me daba caspa y el segundo me aclaraba el pelo). ¡Ah, y el Kerol! Esa marca vendía también acondicionador, con un fuerte olor a huevo, pero que dejaba el pelo hecho una seda.
El gran problema es que, independientemente de cuál prefiriera, corría el riesgo de que desapareciera de la noche a la mañana. A veces tenía la dicha de verlo sustituido por otro semejante, pero la mitad de las veces me quedaba como niño la que le han quitado el juguete. Y, hablando claro, eran muy pocas las veces en las que disponía de dinero suficiente para decir “voy a comprar dos pomos”. Así que cada vez que se me estaba acabando, corría hacia la tienda con el credo en la boca.
Lo de las cremas acondicionadoras y tratamientos merece una enciclopedia aparte. Los tratamientos de en potes de 450 ml batían récords de ventas. Los había de Sedal y de otras marcas, la mayoría brasileñas, como Skala. Era mejor tener bastante, por si acaso.
Y pasó el tiempo y pasó un águila por el mar… y empezamos a ver cómo las tiendas de los hoteles se llenaban de productos de marcas que habíamos visto en algún que otro comercial colado en un show del paquete: Garnier, Head and Shoulders, Fructis, el siempre clásico Pantene, Loreal… Me dije que, cuando tuviera la posibilidad, compraría uno de cada tipo, para poder decir que me gusta más este que aquel con conocimiento de causa.
Esa posibilidad se me dio solo al llegar a los Estados Unidos, pues pagar 9 CUC en Cuba por un pomo chico de Head and Shoulders me suponía un sueño. Lo simpático es que no llegué a comprar todas esas marcas. La primera vez que me paré frente a un estante repleto de pomos de champú de distintas marcas, el corazón me latía tan rápido que no sabía cuál agarrar. Me dije: “coge el que tienes delante” y eso hice. Para hacer el cuento corto, llevo cinco años usándolo, no lo he variado, y cada vez que voy a comprar llevo dos pomos, por si se acaba…
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