
Si escribo sobre los tatuajes no es porque me gusten (bueno, me gusta verlos, pero no me hago a la idea de hacerme uno), sino porque ahora están más presentes que nunca: a donde mires, encuentras uno, dos, tres, a veces en una sola persona. Y me pregunto en qué momento llegaron a ser tan comunes, tan aceptados, tan artísticos.
Habiendo sido criada por abuelos bastante conservadores, mi perspectiva de los tatuajes fue muy reducida y prejuiciada durante largo tiempo. De tanto oír “los que se hacen tatuajes son marineros o presos” y “las mujeres con tatuajes son de la calle”, esas frases se me grabaron en la mente. Y los tatuajes que vi en mis primeros años no me hablaban muy bien de sus poseedores: tinta azul y verdosa, formas no muy bien definidas, rosas (muchas, muchas rosas), además de anclas, tribales de espinas, nombres de mujer, retratos deformes de niños, etc.
En los 90 eso era lo que se veía, esporádicamente. Además, las zonas a tatuar estaban restringidas: los hombres se los hacían en brazos, hombros, pecho, omóplatos y pantorrillas, mientras que las mujeres usaban con menor frecuencia el pecho y los hombros. En cuanto a los motivos, estaban bien divididos: ninguna mujer usaba motivos marinos, y casi ningún hombre se tatuaba flores o mariposas.
No sé definir en qué momento todo comenzó a cambiar. Imagino que haya tenido que ver, en primer lugar, con la llegada del turismo con toda su carga de información y novedades, y en segundo lugar, con la apertura hacia nuevas formas de conocimiento y entretenimiento: más películas y series extranjeras, Internet, etc. Lo cierto es que, de aquellos tatuajes que recuerdo de la infancia, casi no queda ninguno.
Ahora el tatuaje ha llegado a acariciar la categoría de “arte”. Hay para todos los gustos, por supuesto, y aunque siempre habrá quien prefiera rosas o mascarones de proa, hasta esos tienen una calidad superior. Las líneas se hacen más sutiles, los rellenos se degradan, y a veces se alcanza lo sublime. Recuerdo haber visto una mariposa tatuada en la espalda de una joven, y parecía que fuera a echar a volar.
El tatuaje, además, ha ampliado su rango de actuación y ha surgido, por ejemplo, el maquillaje permanente. Es una forma de ahorrarse tiempo en maquillarse, eso lo comprendo, pero a mí me da cosa eso de andar tatuándome los ojos. El gran problema consiste en que más de una conocida ha pasado por una experiencia traumática: una línea no tan recta, un arco demasiado pronunciado, demasiado grosor o, en el peor de los casos, una tinta que verdea.
Incluso hay modas dentro del maquillaje permanente. Hace cerca de 15 años se puso en boga la doble línea del delineado: una siempre negra o azul oscura, y otra superior de un color más claro o brillante, generalmente dorada o blanca. Eso me resultaba muy chocante, porque no creo que haya que andar todo el día con un maquillaje que yo considero de noche. Pero, por supuesto, para gustos los colores.
Y han aparecido los tatuajes semipermanentes. Sí, porque el microblading no es más que eso, aunque me intenten convencer de lo contrario. Lo que lo distingue es que no se hace con aguja, sino con cuchilla, y la tinta no penetra tan profundo, es por eso que desaparece en unos meses. Ese estilo se usa para embellecer o rellenar las cejas, pero ya hay hasta uno que se hace para fijar el color en los labios…nada, que hacemos lo que sea por estar más lindas cada día.
En estos momentos hay un entusiasmo creciente sobre los tatuajes. Muchos quinceañeros (y quinceañeras también) que piden como regalo por la fecha tan esperada el permiso y el dinero para hacerse un tatuaje que, si gusta, será solo el primero de varios. Varios impares, porque dicen que es de mala suerte hacerlos en número par. Así que del uno hay que llegar al tres, y después no quedarse en el cuatro… Hay muchos tatuadores que no trabajan en menores de 18, pues dicen que antes de esa edad no se sabe lo que se quiere.


Lo que nunca he sabido es dónde se entrenan los tatuadores. ¿Quién se levanta una mañana pensando: “voy a ser un tatuador”? Quizás alguno sea un entusiasta que logra convertirse en aprendiz de un tatuador, o quizás un pintor se atreva a dibujar en la piel… De todas formas, no es lo mismo un lienzo que una piel, así que el ensayo-error se paga muy caro, sobre todo, con el descrédito.
Y, junto con el descrédito, viene la pérdida de ingresos. Todos sabemos que la calidad se paga.
Hablando de calidad, ¡hay que tenerle mucha confianza a su tatuador para hacerse ciertos tatuajes! En mi beca tuve una compañera de albergue (ay, por Dios, ¡los albergues!) que en la primera semana logró desconcertarnos a todas: tenía una paloma tatuada justo “ahí”. Quizás ahora, veinte años después, mire ese tatuaje como tantos otros miran los tribales de aquellos años.
Hablando de tatuajes de hace años, no olvidemos que siempre existe la posibilidad de cubrir un tatuaje con otro nuevo, y de paso incorporarse a alguna tendencia más actual. Lo malo es que, quizás dentro de unos años, ese «nuevo moderno» ya no lo sea, y habrá que hacer algo más, hasta que la tinta quede demasiado oscura o la piel no resista más tensión.
¿Y qué me dicen de quienes se tatúan el rostro de un ser amado? Tatuarse un retrato es una opción muy arrestada, porque quien se graba la imagen de un hijo pequeño, verá que en unos años de esa cara quedará solo un recuerdo. Quien, por el contrario, encargue la cara de su madre o abuela, esperará ver reflejados en un espejo los rasgos de la mujer que más quiere. Cuidadito con hacer una arruga de más o una mueca imperfecta.
Hay tatuajes que comienzan pequeños y van creciendo. Son esos que se hacen, por ejemplo, en un brazo, y a los dos años crecen hasta el codo, y de ahí hasta el omóplato. Algunos, incluso, se hacen tatuajes típicos de otras culturas. Así vemos hermosos dibujos maoríes o de algún otro lugar de Oceanía, o mujeres con catrinas en un brazo, alguien exhibiendo la torre Eiffel en la espalda… todo es válido mientras se haga desde el sentimiento.
Así, hay quienes ven en el tatuaje una forma de homenaje, de llevar consigo la presencia de los que más quieren, y se tatúan los nombres de los padres, o una fecha de fallecimiento junto a un objeto que el difunto adoraba, o la fecha de nacimiento del hijo junto a su nombre… las opciones son infinitas.
Yo, Géminis de pies a cabeza, sigo sin atreverme a hacerme algo tan permanente. Lo interesante es cuando alguien me pregunta si me gustan los tatuajes y, al contestarle que sí, me pregunta cuántos tengo. Ahí me paso de técnica y le explico que no me hago ninguno porque con tatuajes no se puede hacer una resonancia magnética, en caso de necesidad (el equipo está diseñado para extraer metales, y la tinta del tatuaje los contiene), así que por eso no me he hecho ninguno.
Ya sabes que si estás en mi posición de no decidirte por un tatuaje y andar, además, rodeada de tatuados, puedes decirles que no eres miedoso, ¡eres precavido!
Dejar mi comentario