
¡Hola, Multicubano!
Hace apenas dos días mi hermano me llamó tan feliz como no lo oía desde que el Real Madrid ganara su última Champions. Me dijo: “adivina lo que encontré…¡masarreales! Igualitos a los de Cuba, pero igualitos igualitos!” Solo no me quiso decir cuántos devoró. Entonces me asaltaron recuerdos de aquellas chambelonas, gallitos, pirulíes y melcochas que nos endulzaron la infancia.
Ahora me pregunto si en toda Cuba se vendían los mismos dulces caseros. Aunque imagino que los pirulíes y las chambelonas se hayan podido encontrar en todas partes, había otras modalidades de caramelos que hacían nuestras delicias en la infancia. En mi pueblo, por ejemplo, era más fácil comprar un “tetico” o “gallito” que un pirulí, honestamente.
Los hacían de azúcar derretida, o caramelo, como todos lo conocemos. La echaban en unos moldes pequeñitos con forma de tete o de un diminuto gallo, y el palillo que los sostenía podía ser lo mismo un palillo de dientes que un pedacito de güin.
Recuerdo que en mi barrio nadie los vendía, así que yo tenía tres misiones hercúleas por delante: conseguir que me dieran el dinero para irlos a comprar, pedir el permiso y lograr que al menos otros dos chiquillos del barrio me acompañaran las siete cuadras hasta la casa en la que los vendían, porque “ni te imagines que vas a ir sola hasta allá, y yo tengo mil cosas que hacer”.
Eso era complicado, porque significaba que ellos también tenían que pedir el dinero y el permiso. ¡Pero nuestra determinación era inconmovible! Creo que los adultos preferían ceder a nuestras peticiones antes que soportar nuestra letanía de “por favor, si no cuestan casi nada, y no es tan lejos, eh…”
Con los coquitos y los boniatillos no tenía que pasar por tanta humillación, pues casi todas las tardes pasaba por mi calle un señor (ahora no recuerdo si era un mismo señor, o si eran dos…demasiados años han pasado), con bandejas de coquitos y boniatillos. Entonces la misión era poner cara de carnero degollado, lo que actualmente se conoce como “ojos del gato de Shrek”.
Algunas veces triunfaba, pero solo cuando no había comprado teticos o gallitos, porque “me vas a arruinar a base de dulces, y te vas a echar a perder los dientes”. Qué incomprensivos eran los adultos.

¡Y los coquitos acaramelados! Qué delicia, estoy salivando solo de recordar. Para quienes no los hayan probado, los describo: eran un “bombón” con la cubierta de caramelo, y el interior relleno de dulce de coco bien amelcochado. Cuando lo mordías crujía, el caramelo y después ya estabas de lleno en el coco, hecho con azúcar prieta…no alcanzo a describir el placer que me provocaban.
Estaban también otros dulces, que se encontraban en las escuelas o sus alrededores: las “chancletas” de la merienda, unos semi bizcochos de 10cm de largo, aplanado, rectangular con las puntas más estrechas, y generalmente tan duros que se podían usar como baquetas contra las mesas de la escuela. A veces los sustituían por queques, que siempre, invariablemente, sabían a quemado. Muchos años después supe que se mal llamaban pan de San Francisco.
La salvación llegaba de los incipientes timbiriches que había al lado de la escuela (toda escuela que se respetara tenía al menos uno), en el que podías comprar masarreal, buñuelos de harina o galletas de panadería, con los cuales engañar al hambre hasta llegar a la casa.
El reto era entonces convencer a una maestra o “guía” para que hiciera el favor de hacernos la compra, pues la salida estaba vetada. Siempre había un alma caritativa que recogía el dinero y los pedidos y ponía la jabita para poder cargar con todo.
¡Se me olvidaba el algodón de azúcar! Creo que ya en Cuba no se ve, desgraciadamente. Tuve la dicha de que un vecino de los bajos del edificio donde vivían mis abuelos paternos tuviera una máquina de algodón de azúcar.
En las noches de verano la encendía en el sótano, y toda la chiquillera se alborotaba. Llegaban de todas partes, y la cola crecía, crecía…Por solo 50 centavos, te comías una nube dulce. Yo la partía con las manos, y a veces la hacía un pequeña pelotica antes de metérmela a la boca. Asquerosidades de la infancia.
Y así, llenos de azúcar y caries crecimos en los 90 en Cuba, cuando la infancia aún correteaba por calles y solares. Sé que mis hijos no tendrán esos dulces, sino otros mejores, más ricos y nutritivos… pero se perderán la adrenalina de hacer “pelear” a los gallitos, de comparar la densidad de los coquitos acaramelados o de atracarse de caramelos antes de que llegue el otro hermano. Dulces placeres de nuestra infancia…
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