“Amor de madre sin límites”
Desde que tengo memoria, su presencia ha sido como el pan de cada día: constante, necesaria, sencilla, pero cargada de amor. Mi madre no necesitaba grandes discursos ni demostraciones espectaculares. Le bastaba con un “¿ya comiste?”, un “lleva el abrigo”, o ese silencio suyo que decía más que mil palabras cuando me veía volver de la calle con la cabeza gacha. No es que fuera estricta, pero su manera de querer era firme, como buena cubana. Me enseñó que el respeto empieza por uno mismo, que hay que mirar a los ojos cuando se habla, y que dar la palabra, es como dar la mano: no se suelta a la ligera. Si alguna vez me enfermé, ahí estaba ella, con sus remedios caseros que sabían raro pero curaban, con su manera de peinarme el pelo aunque yo protestara, con su rezo bajito mientras me tocaba la frente, como quien bendice sin decirlo. Era buena para muchas cosas, pero su especialidad era hacer que la casa se sintiera como casa. Sabía cuándo quedarse callada, cuándo preguntar, y cuándo soltar una carcajada para que todos nos relajáramos. Nunca aprendí cómo lo hacía, pero bastaba con que ella entrara en un cuarto para que todo se sintiera más tranquilo. Y si hablamos de amor sin límite, es ese que no te exige nada a cambio, que te sigue a donde vayas sin atarte, que te respalda sin necesidad de decir “te lo dije”. Ese amor que hoy, estando yo lejos, todavía me alcanza. En una llamada, en un mensajito de voz, en una receta que repito torpemente, tratando de que me salga igual. Cuando la vida me aprieta, pienso en ella. Y me acuerdo de su forma tan suya de enfrentar los días: con la espalda recta, el delantal limpio, y esa manera de hacer de todo sin que pareciera esfuerzo. No hay regalo más grande que poder decirle todavía: “Te quiero, mami”. No hay gesto más profundo que tenerla y hacérselo saber. Porque el amor de madre no solo no tiene límite: es el punto de partida de todo lo que uno es.