“El huevo de Pascua”
Cuando era niño, mi abuela siempre decía que la felicidad estaba en las cosas más simples. Yo no lo entendía muy bien, pero cada vez que me daba un caramelo envuelto en papel brillante o me contaba un cuento antes de dormir, sentía que tenía razón. Un día, en la escuela, la maestra nos habló de la Pascua y de una tradición que no conocía: los huevos de chocolate. Nos dijo que en otros países los niños los buscaban con emoción, como si fueran tesoros escondidos. Aquella idea me pareció mágica.
Esa tarde, llegué a casa contando la historia con la ilusión reflejada en los ojos. “Abuela, ¿tú crees que podamos tener huevos de Pascua?”, le pregunté. Ella sonrió con esa paciencia infinita y al día siguiente, me despertó temprano. “Vamos a buscar tu huevo”, me dijo. Caminamos hasta el patio y entre las matas de guayaba, encontré un huevo de gallina pintado de colores. No era de chocolate, pero era mío, único, y tenía un pedacito del amor de mi abuela. Ese día entendí lo que ella decía: la felicidad no estaba en el huevo de chocolate, sino en el gesto, en la magia de hacer especial hasta lo más sencillo. Hoy, muchos años después, cada vez que veo un huevo de Pascua, no pienso en dulces importados ni en grandes tradiciones. Pienso en mi abuela, en su risa, en aquel huevo pintado con sus manos y en la certeza de que la felicidad es, simplemente, saber mirar con el corazón.