“Ni mamá ni abuela, mi tía”
Dicen que uno tiene una madre, pero a veces la vida te regala otra en forma de tía. La mía no me trajo al mundo, pero se encargó de sostenerme cuando más lo necesitaba. Fue quien me llevó al primer día de escuela, quien me curó los raspones, quien supo leerme la tristeza sin que yo dijera palabra. No era la más expresiva, pero cuando me pasaba algo, aparecía con un batido de mango y un “cuéntame, que aquí estoy”. Tenía esa forma suya de estar presente sin invadir, de querer sin aplastar, de aconsejar sin imponer. Gracias a ella aprendí que el amor no siempre viene de donde uno espera, pero cuando llega así, silencioso y firme, no se olvida nunca. Con ella he aprendido que la juventud es una actitud y que puedo recurrir a ella siempre que haga falta porque ahí va a estar. No me dirá lo que quiero oír, y quizás a veces no me haga nada de gracia lo que me diga, pero sé que me lo dirá por mi bien y con la confianza que siempre ha demostrado tener en mí.
Hoy, cada vez que alguien me pregunta quién fue mi figura materna, respondo sin titubear: ni mamá ni abuela, mi tía.